Cuatro de la mañana. Camino entre las sombras de las calles de Madrid. Siento como el frío va calando poco a poco en mis huesos, pero no me importa. Aún tengo la mano ensangrentada, y el dolor agudo que me produjo aquel maldito cristal.
Mientras me vendo la mano con un pañuelo mugriento que he encontrado en el suelo pasos atrás, escucho los berreos de un borracho en lo que parece ser un intento de balada a la mujer que le rompió el corazón. Le compadezco, o eso creo. Desde las diez de la noche no soy capaz de pensar con claridad.
Sigo andando, sin rumbo fijo, y hasta que llego a un bloque de edificios que me resulta bastante familiar. Mierda. Es donde ocurrió todo, de donde trataba escapar antes. Parece ser que hasta mi propia mente me traiciona.
El recuerdo de aquella tarde vuelve para herirme una vez más.
“Al llegar a casa me extrañó ver su abrigo en el perchero. ¿Laura, estás en casa? Su risa me llegó desde el dormitorio. ¿Laura? Al no obtener respuesta, me dirigí al dormitorio para darle una sorpresa. Le había comprado el día anterior aquella pulsera de oro de la que no paraba de hablar desde que la vio en aquel escaparate.
La puerta del dormitorio estaba entrecerrada. Volví a oírla reír, pero esta vez, con una segunda risa desconocida. Abrí la puerta…”
¡No! No. Maldita sea Álvaro, para de torturarte.
“…y la vi a ella desnuda, tan hermosa como siempre, abrazada a aquel imbécil. Perdí los estribos y me lancé contra él.
-¡Para Álvaro! ¡Para por favor!- me gritaba ella.
Quería partirle la cara. La rabia y el odio me consumían como un río de lava arrasa un bosque. Le golpeé hasta que su sangre me manchó las manos. Laura gritó, y ahí fue cuando me di cuenta de que él ya no forcejeaba. Asustado, me acerqué a su pecho para ver si respiraba. Sí que lo hacía. El muy cabrón…
Laura me miró. Había empezado a llorar. Percibí un atisbo de ¿arrepentimiento?
-Puedo explicártelo, te lo prometo. Te lo prometo- sollozaba. -Lo siento mucho…
-Que lo sientes- suspiré incrédulo. Me levanté y me acerqué a un espejo que había en la pared. Al mirarme no me reconocí. La odiaba, me odiaba. Quería romper aquella imagen en mil pedazos. Y eso hice.
Después me marché. Lo único que quería era salir de allí.”
Observando la pulsera de oro, me doy cuenta de lo ingenuo que había sido. Nada fue real. Me di cuenta de que en aquella habitación sí que había muerto alguien. Yo.