Y aún recuerdo el faro. Abrazados esperando al tardío amanecer, nos mecíamos al son del viento. Eran pequeñas melodías de brisa marina mezcladas con el romper de las olas sobre aquel acantilado que tantos enamorados habían visitado.
Susurrábamos sueños, tal vez inalcanzables para cualquiera, pero muy posibles para nosotros. Sonrisas silenciadas por besos, cosquillas que acababan en caricias. El tiempo no era un enemigo, sólo un viejo compañero de viaje.
Día tras día.
Esta vez, las maletas se amontonaban en un rincón. Cajones llenos de cartas firmadas por lágrimas, sollozos transformados en ecos.
Y de la mano del recuerdo, regresé al faro, y a aquel acantilado que tantas vidas se ha llevado.
Compartir esto