Estaba en pie sobre la barandilla del puente. Bajo las puntas de los pies la autopista como un río de estrellas fugaces. El olor de hollín y caucho subía hasta ella impulsado por el asfixiante calor de la gasolina quemada. El viento la empujaba por la espalda incitándole a saltar al estruendo de los motores. La noche era vieja y las luces de la ciudad extendían un manto naranja que ocultaba el cielo nocturno.
Se balanceó hacía adelante y luego hacía atrás, esperaba que la inercia o un tropiezo le hicieran el trabajo. Unos pies sonaron contra el puente y retomó el equilibrio. Se giró con cuidado de no caer y vio un anciano que paseaba hacia ella y llevaba un grueso abrigo. El hombre se detuvo al verla y ambos se miraron en silencio acunados por el rumor de los coches.
—Buenas noches —dijo el hombre.
—Buenas noches —dijo ella en lo alto de la barandilla—. Voy a saltar.
—Oh, muy bien. Esperaré aquí, no quiero molestarla.
—¿No va a detenerme?
—¿Quiere que lo haga?
—No, quiero saltar.
—¿Necesita ayuda?
—¿Quiere empujarme?
—Si así lo quiere. No obstante, me refería a ayuda de cualquier índole, no solo a la que acontece a su vuelo sin motor.
—Ya, bueno. Tengo algo de frío.
—Sin problema —el anciano se acercó a ella, se quitó el abrigo y se lo dio. Ella se lo puso, era un abrigo pesado y calidísimo—. Solucionado. Como ve es un abrigo estupendo, ya no tendrá frío.
La mujer volvió la vista al vacio. El viento la empujaba y hacía aletear el abrigo como las alas de un polluelo aprendiendo a volar. Bajo ella las estrellas pasaban con rapidez, amarillas, blancas y rojas. Flexionó las rodillas y se inclinó. Al ver el anciano por el rabillo del ojo se detuvo. El hombre la miraba impasible, contemplaba la escena como si no quisiera perderse un detalle. La mujer se irguió y le miró.
—No puedo saltar —dijo ella.
—¿Cuál es el problema?
—No puedo saltar si me mira.
—¿Es usted una saltadora tímida?
—No sé, nunca he hecho esto antes. Parece que sí, lo soy.
—No se preocupe. Tengo la solución. A mí me ocurre algo similar cuando he de miccionar —el hombre retrocedió varios pasos y giró dando la espalda a la mujer—. ¿Mejor así?
—Sí. Supongo que sí.
La mujer volvió a su río de estrellas. Luces pasaban bajo ellas a toda velocidad. Extendió los brazos, dejó que el aire los meciera y se dispuso a caer. Entonces el anciano silbó una melodía irreconocible.
—Disculpe —dijo la mujer. La melodía se le clavaba en los oídos y le hacía hervir la sangre en las mejillas—. ¿Le importaría irse? Me gustaría estar sola.
—Imposible —dijo el hombre si girarse—. No puedo irme.
—¿Por qué no?
—Pues verá: yo venía también a tirarme al vacío. Vengo todas las noches, ¿sabe, usted? Donde está es el sitio que utilizo cada noche y estoy esperando a que lo deje libre.
—Está muy vivo para saltar todas las noches.
—Oh, verá, lo cierto es que no salto —el hombre seguía de espaldas—. Sí, todas las noches vengo y lo intento, pero nunca lo consigo. Siempre hay algo que me lo impide. Ayer, mismamente, estaba ya dispuesto a dar el paso cuando me vino a la memoria la luz del baño, la había dejado encendida, ¿sabe usted? Pues claro, ante ese revés imprevisto no pude si no volver a casa a apagarla. Las bombillas consumen mucho más encendidas que apagadas. No podía cargar con ello en mi conciencia antes de dar el paso.
—Ya… —la mujer miró la nuca del anciano, cubierta de pelo plateado que resplandecía cada vez que la luz de un coche le alcanzaba—. Tengo la solución, supongo. ¿Por qué no se va a dar un paseo y vuelve más tarde? Me dará intimidad, saltaré y no le molestaré más.
—Imposible —el hombre la miró—. Si hiciera eso me alcanzaría el alba. No puedo hacerlo con el astro rey observándome. Debo volar al ante los ojos de Selene, no ante los de Helios.
—Bueno —la mujer titubeó exasperada—. Entonces salte primero. Yo volveré luego.
—Oh, imposible, me temo. Soy un caballero, no podría arrebatarle el puesto a una dama. Debe saltar usted primero.
—Vale —cortó ella—. Sí, muy bien. Vuélvase y acabemos con esto.
El anciano se giró y la mujer se dispuso a saltar. La noche clareaba, las estrellas del río perdían luminosidad y el abrigo la abrazaba con calidez. Era un abrigo estupendo.
—No puedo —dijo ella al bajar de la barandilla—. Es un abrigo genial, si salto con él lo estropearé.
—Oh, tiene usted razón. Es un abrigo magnifico, sería una verdadera lástima echarlo a perder.
La mujer bajó de la barandilla.
—Ya sale el sol —dijo la mujer mirando el horizonte—. Siento que hoy no pueda saltar.
—No tiene importancia. Mañana será otro día.
—Tenga su abrigo.
—No, por favor, quédeselo usted. Hace frío y no quisiera que se constipara.
—Muchas gracias. ¿Mañana volverá a saltar?
—Como todas las noches.
—Tal vez nos veamos.
—Sería un placer.
El anciano continuó el paseo por el puente. La mujer se quedó sola, apoyada en la barandilla y envuelta en el abrigo; contemplando un nuevo amanecer sobre un río de estrellas apagadas.