Sobre un mar de soledad y desamparo,
sin olas ni recuerdos,
antes que las primeras deidades conocidas
habitaran un cosmos aún joven,
un dios de cuyo nombre jamás se tuvo noticia
-o acaso los hombres lo extraviaron en sus mudanzas inconstantes-
flotaba dormido, remoto, triste.
Junto a su corazón anidaba un anhelo estremecido,
una sed oceánica,
un amor planetario por todas las cosas y todos los seres soñados.
Lo sintió crecer, pujar
(así las montañas aurorales
en su inverosímil ascensión hasta la ventana del primer amanecer);
advirtió que ocupaba su pecho
y colmaba con delicia dolorosa sus entrañas;
lo oyó latir en sus venas como el trueno,
abrirse paso con el ímpetu telúrico
del torrente primordial que rueda ladera abajo
y es ya río apremiante y tumultuoso
que fluye incontenible hacia la vida,
inflamarse,
arder en una música
que cae sobre la tierra como nieve fecunda.
Entonces estalló…
Y nació el universo.