Hojas de cualquier diario de cualquier heroína
2 de enero 1995
Acabé con mis sueños. Con todos y cada uno de ellos. Los agoté de tanto evocarlos, uno a uno, por ver si, así, se cumplían. Se cansaron. Sí, se cansaron mis sueños de ese estira y afloja que el ansiar verlos cumplidos y las constantes negativas de la gris realidad sostenían.
Acabé con mis sueños. Con todos. Creo que de tanto intoxicarlos.
1 de julio 1995
A veces, tengo el horrendo presagio de que mi vida se romperá sin avisarme. Antes de lo que imagino. Y, en mitad del pánico más asfixiante, temo haya comenzado ya, hace tiempo, la ruptura de mi inútil existencia…
Caminando hacia ninguna parte, he comprendido uno de los paradigmas que reinan mis tormentosos pensamientos. El descubrimiento me asaltó, apareciendo con la celeridad de un relámpago. Más tal chispa de luz no se retiró con inmediatez. Por el contrario se quedó un buen rato hasta conseguir iluminarme por completo. Y herirme.
Al cruzar una calle -una que encontré en mitad de uno más de mis paseos malditos sin rumbo-, me percaté de la presencia de un bache perforado en el asfalto. Era (y es; no creo que aún haya sido reparado) un bache común, con sus inflexiones típicas, feísimamente irregular en todo su deforme diámetro y contaba, como casi todos, con su particular desnivel encharcado. ¿Por qué, entonces, tal nimiedad cotidiana despertó mi espíritu? Lo desconozco. Sin embargo, así fue. Ocurrió que, con ello, caí presa de las finas sedas tristes de mi mentalidad metafórica y, disponiendo de la vulgar musa de alquitrán, me vi reflejado en el líquido asqueroso del fondo del desnivel en el asfalto. Me di asco allí. Al captar mi repugnante imagen sobre el lodo urbano, comprendí la necesidad urgente de dar un giro rotundo en mi vida, cambiar mi rutina intoxicada y mudar mis perspectivas –crearlas, más bien-. Ansié romper con lo habitual en mí, ocasionar una brecha que me forzara a caer en picado y, después, quizá ascender. Ascender vomitando el barro estancado durante años dentro de mis vísceras encharcadas.
13 de julio 1995
Desperté doce días más tarde. Me prometí no volver a dejarme llevar por mis románticos sufrimientos. Mi madre no podría soportar un intento de suicidio más. Por ella intentaré cumplir mi promesa, me forcé a creer. Lo cierto es que no sé cuánta fiabilidad ofrece un propósito que ha sido sellado un día trece… Si, al menos, estuvieras conmigo, María, conjugarías todas las supersticiones con tu tacto y tu sonrisa. Y todo sería posible, hasta mi vida.
14 de julio 1995
Siento todo lo que te estoy haciendo sufrir. Lo siento, mamá. No puedo más.
Otra vez no puedo más…
2 de septiembre 1995
A mi madre,
“Siempre he tenido miedo a volver. También a quedarme. Quizá temiera tu reacción al verme. Al verme…, después de tantísimo tiempo, tan destruido. Por eso, sólo te escribo, tratando de evitar pasar ante tu mirada. Sin embargo, sé que me verás. Tú poseías una imaginación libertadora que me miraba a los ojos, al fondo, a través de tan sólo una carta. Lamentaría que hubieras perdido esa capacidad de imaginar, de poder radiografiar mi letra y su tinta. De veras que lo lamentaría… aun cuando tema escribirte precisamente por culpa de ese, tu análisis infalible de lo que escribo.
Olerás mi carta -como si te estuviera viendo-. Después, acariciarás el filo de cada pliego de papel, buscando cortarte, reconócelo, con su sutil textura. Es como si tal ritual te ayudara a recordar los dolorosos momentos que te he hecho vivir.
Pese al daño que te produje, no hay rencor en ti. Las abrazarás, a mis frases, asfixiando cada línea contra tu pecho. ¿Con qué intención? Con el disparatado propósito de descorchar cada hilera de mis palabras, debido a la sobrepresión de tu abrazo, como si del champagne más agridulce se tratase. Mirarás al cielo y, así, leerás mi carta, leyendo los destellos celestes que has proyectado en el descorchar alcohólico. Dos minutos tardarás en descifrar mis noticias exhibidas en cada estrella. Enseguida flexionarás el cuello, provocando un brillo fugaz desde el collar plateado que te regalé y siempre llevas. Es un guiño. Ves, sé que no te queda rencor. Nunca lo tuviste. Con tal resplandor, aún minúsculo, yo sabré además que ya has desistido en tu lectura, que ya no soportas seguir leyéndome, que ya se te han saltado las lágrimas… No lo niegues. Te conozco y sé que estás llorando. Por más que trates de ocultar tu llanto con la inclinación de tu cabeza, con tu nuca canosa. Me pregunto si siempre has vestido tu sien de gris o si he sido también yo quién ha blanqueado tu cabello de heroína, de idéntico modo como lo hice con tu ánimo. Sé que es tarde. Pero permite a mis crueles pinceles disculparse ante tu albino corazón…
… Ya lo sé, mamá, no es necesario, ¿verdad? No existe rencor”