Érase una vez una niña con sueños. Mientras todos jugaban al juego de ser adultos, ella prefería imaginar que bailaba en la luna.
Todos se reían. La llamaban bicho raro, y hasta sus padres intentaban recortarle la imaginación, hacerla como a los demás. No encajaba.
Cuanto más crecía, más se daba cuenta de que tenía que hacer caso a aquellos que había ignorado durante toda su vida. Por lo que fue olvidando. Ya no volaba con los dragones, ya no nadaba con las sirenas. Ya no sonreía.
Un día, se cruzó con alguien que soñaba. Al principio se apartaba de él. No era uno más, y eso la asustaba. Pero poco a poco le fue recordando a aquella niña de las trenzas que bailaba con la luna. Recorrieron kilómetros y kilómetros de mundo, siempre acompañados el uno del otro. Le contagió la locura de creer que todo es posible. Y volvió a sonreír.
Pasaron los años, y en ese tiempo vivieron felices y comieron perdices. Pero la vida real quiso un final distinto.
Él estaba cansado. Cada vez aguantaba menos el peso de los sentimientos malos que le invadían como ríos de alquitrán. Al final su corazón se volvió negro y duro como una piedra, y su cabeza, un papel en blanco. La niña con sueños no sabía qué hacer. Él siempre era el que la empujaba a arriesgarse, a correr y saltar aunque no tuviera motivos para ello. Estaba perdida.
Pero no se rindió. Se sentaba a su lado y le leía los diarios de aventuras que habían escrito juntos. Cada día y cada noche. ¡Qué locura!, exclamaba siempre, pero inmediatamente después esbozaba una sonrisa. Y la niña no se cansaba jamás, porque aquella sonrisa fue la que la despertó del letargo y le devolvió la vista. Fue la que le devolvió su baile con la luna.