Las paredes eran verde lima, el techo alto, cubierto por hojas de palmera. No había puertas cerradas y la ducha era exterior. Salí a la terraza y un loro rojo susurró algo que no entendí. Sí, se asemejaba bastante a la idea que teníamos en Inglaterra de paraíso. Desde el porche delantero se podía apreciar el volcán y la vegetación de la pequeña selva que teníamos delante. Había también una bañera de madera observando las vistas. El ayudante de Yanin se despidió dejándonos a solas en la habitación. María se tumbó en la cama a leer una revista que había traído consigo desde Londres, pero yo no me lo pensé dos veces, me puse el bañador y abrí el grifo del jacuzzi exterior para darme un baño relajado.
Conocí a María hace seis meses en la oficina, al principio me pareció una tía majísima. Simpática, abierta y activa, pero es esa clase de personas con las que te generas una expectativas tan altas, que a medida que las vas conociendo a fondo se derrumban inevitablemente. Las expectativas están hechas de papel maché, no aguantan el ritmo que lleva la vida y acaban hechas jirones en el suelo de la memoria. Ahora me resultaba áspera, distante y egocéntrica. Pero seguramente, tampoco seré justo al describirla, son dexpectativas. Al fin y al cabo, solo la conozco del trabajo.
Cuando la bañera estuvo llena me introduje con cuidado, el agua estaba ardiendo, pero me ayudo a destensar los músculos. Maldije el minúsculo avión en el que habíamos venido, nueve horas de vuelo embutido como una morcilla entre una señora que roncaba y María, que no apagó la luz ni un solo segundo para poder leer. No podía ni levantarme a mear sin restregarme antes con la narcótica anciana, que tras tomarse tres tranquilizantes al despegar tampoco levantó el párpado hasta que llegamos a Costa Rica.
Y ahora tenía que pasar diez días con ella, compartiendo habitación, acabando un proyecto crucial para el trabajo y creo que el viaje fue tan solo un piscolabis amargo antes de la fría cena que se iba a servir.