Relatos de Tiananmen

Mi tía tiene una memoria de elefante, recuerda con extrema precisión cada detalle de las historias, es impresionante. Como quien teje poco a poco un jersey de lana, es capaz de hilvanar los hechos hasta dar forma a cualquier suceso, que casi parece palpable. Visualizaciones se van formando en tu cabeza al ritmo de su prosa rápida, en la que las pausas debidamente utilizadas se hacen abismos eternos a los que solo quieres saltar. Así van pasando las horas con ella, hasta que te das cuenta de que eres partícipe mismo de la historia. Y es precisamente por ese poder de romancera contemporánea por lo que fui a verla en septiembre. Llegué al pequeño adosado a las afueras de Pekín en tren a eso de las cuatro de la tarde, cuando la luz del último mes de verano es de un rosa traslúcido anaranjado, casi mágico. La tía, con su energía habitual, preparaba té caliente a la vez que rebuscaba entre las cajas de la despensa unas pastas para comer. Siempre me recibía igual. El olor de la infusión inundó la habitación, y nos sentamos cómodamente en las sillas de la cocina. Se encendió un pitillo que le dio fuerzas para empezar lo que le estaba pidiendo que me contara. Ambas sabíamos que este día iba a llegar, y que ella estaría dispuesta a ayudarme con lo que necesitara. Comenzó su relato con mesura.

«El mundo en esos años estaba casi tan loco como ahora, pero China, China se encontraba en un punto de ebullición como nunca antes lo había estado. Ya sabes que los años que siguieron a la muerte de Mao el país se desató, pero no de golpe. Por ello no fue hasta pasados poco más de diez años cuando los chinos empezamos a deshacernos de las cadenas del miedo. Para una cultura que ha estado siempre bajo una amenaza silenciosa, pensar era casi peligroso. No poder tener derecho a una opinión te despoja de tu identidad, solo eres uno más, siguiendo a unos menos. Y nosotros, nuestra generación, nos habíamos criado bajo ese miedo colectivo a razonar más allá de lo establecido.

Pero tu abuela, que era muy lista nos presionaba a tu madre y a mi día y noche para que fuéramos a la la universidad. Y lo que ella no podía enseñarnos, lo que nuestros maestros locales no podían contarnos nos llegaría a través de esa enseñanza superior que veía en la nueva China un pequeño aperturismo hacia la cultura occidental, y hacia una verdad sin tapujos políticos. Así, dejamos Hangzhou, a nuestros primeros novios, a nuestras amigas de toda la vida y por supuesto, a tu abuela y abuelo para mudarnos a un apartamento de ocho metros cuadrados en un bajo de Pekín. 

Tu madre eligió filosofía, yo bellas artes. Unas idealistas de la vida que llegaron a regañadientes a la capital, pero a las que los primeros meses en la facultad les cambió todo. Pese a dormir en unas literas oxidadas bajo un techo húmedo nuestra vida empezó a crecer a pasos a agigantados. Nos encantaba aprender, pasábamos horas leyendo en las bibliotecas públicas, escribiendo y dibujando en cafés pekineses y buscando mercadillos con antigüedades para coleccionar. Tu madre conoció a tu padre un viernes de febrero, me acuerdo perfectamente. Hacia frío ese invierno y andábamos siempre de bar en bar. Se gustaron al momento, yo lo noté porque en vez de ponerse tan charlatana como de costumbre, medía más sus palabras. Era meticulosa, inteligente y presumida. No tardó en mostraste interesante, darle un poco la espalda a tu padre y mirarle de soslayo para comprobar como él la seguía observando embelesado desde el grupo de al lado. A partir de ese día, no se despegaron. Les unía su pasión por luchar por una China más libre y justa, la comida y la pintura. Eran muy activos en los movimientos estudiantiles, ellos acudían más que yo a charlas clandestinas que algunos profesores impartían en azoteas olvidadas mientras se bebía cerveza y parafraseaba a Thoreau.  

Tu padre era un orador magnífico, se notaba que estudiaba derecho. Siempre estaba dando su opinión, bien trabajada, basada en sólidos argumentos. La gente le daba la razón, le seguían, era un líder nato en lo que respecta a las protestas estudiantiles. Todavía recuerdo como se frustraba tu madre al no poder rebatirle casi nada, se divertían debatiendo las noches de fin de semana y no me dejaban casi dormir.»

Le noté como ella misma estaba viviendo tanto el relato que la piel se le empezó a erizar, miró al suelo intentando disimular la emoción de los ojos. Se encendió otro cigarrillo y prosiguió con la charla.

«Bueno, ya te haces una idea de los días en los que vivíamos. Bastante intensos, bastante felices. Pero el día en que murió Hu Yaobang, nuestra figura política más querida, todas nuestras esperanzas se vieron frustradas. La posibilidad de poder ser cada día un poco más libres se desvaneció. En la facultad, solo se veían caras tristes. Sin embargo, algo más fuerte aún conmovió a nuestro pequeño círculo familiar, y esa fue la noticia de que tu estabas en camino. Tu madre se había quedado embarazada.

Era ya primavera, finales de mayo, y todos los estudiantes empezamos a salir a la calle a protestar, el único recurso que nos quedaba en China para expresarnos. Salimos sin nada querida, éramos tan inofensivos como una mosca, pero no nos íbamos a callar. Los grupos comenzaron llegando a Tiananmen, la gran plaza pronto estuvo llena de gente joven sentada, pidiendo democracia. Era emocionante, una energía te sacudía al llegar, te hacía partícipe de algo grande, algo que jamás antes habían podido lograr nuestros antepasados. La gente obrera de la ciudad se unió a los estudiantes, en otras ciudades como Shanghai, también se estaba protestando. Eramos todos uno, con un único objetivo, moviéndonos al unísono por la libertad. Yo estaba con tus padres en la plaza, hacíamos turnos para ir a por comida y al baño, pero no nos movíamos de allí. La noche del tres de junio tu madre se retiró a descansar a la noche a casa, tu a veces le dabas alguna que otra nausea.

Muy temprano a la mañana siguiente camiones y soldados llegaron a la Plaza. No sabíamos que estaba pasando, aun adormecidos y con la leche de soja caliente en la mano, mirábamos perplejos el despliegue. Pero el aturdimiento duro poco, pronto los militares empezaron a atacarnos, y nosotros, no teníamos nada con que defendernos. Fue brutal, solo se veía a gente correr de un lado para otro, soldados gritando, atacando. Y cuando empezaron a matar, se dio el verdadero revuelo. Sangre, escombros, zapatos, pancartas, vidrio… el suelo es lo que mejor recuerdo. Me desmayé en el mismo tras un golpe que me dejó inconsciente unas horas, pero fue casi un golpe de suerte, me daban por muerta y me dejaron ahí tirada. Me despertó un médico unas horas después limpiándome la herida de la cabeza. La última vez que vi a tu padre fue antes del golpe, intentamos mantenernos unidos, pero era imposible. Cuando perdí el conocimiento, perdí su rastro.

Su nombre fue lo primero que grité al despertar, corrí entre las calles buscándole, llamándole, preguntando a desconocidos, pero nadie había visto nada. La plaza era un desierto salpicado de cuerpos sangrantes, las calles adyacentes parecían avenidas del infierno. Solo había muertos, desesperados como yo y algún valiente médico y sus ayudantes socorriendo a los heridos. El resto de la gente se había refugiado en sus casas. Reinaba el desconcierto, el silencio era agudo, la desesperación era inmensa. Quería llorar, pero no podía. No sentía estar viviendo la realidad, era demasiado dolorosa. Me refugié en un garaje al avistar otras tropas militares, se estaban llevando los cuerpos de los protestantes muertos. Borraban el rastro de su masacre de las calles. Esta vez había ganado la fuerza. Sabían que de otra forma jamás nos íbamos a callar, y era demasiado peligroso para ellos. Ese día se llevaron a nuestros amigos, a nuestras familias y a una parte de nosotros,  nuestra libertad.

Tu madre lo averiguó cuando me vio entrar sola, no tuve que decirle nada, lloró durante tres horas seguidas hasta que pudo ser capaz de verbalizar unas palabras. Nos acurrucamos la una contra la otra, simulando que dormíamos, pero ambas sabíamos que no íbamos a poder descansar en mucho tiempo. Los días siguientes buscamos a tu padre por toda la ciudad o alguna pista que nos llevara a saber que ocurrió, pero no encontramos nada.»

Cerré el ordenador con lágrimas en los ojos tras redactar las últimas palabras de la tía. Pensaba que estaba preparada para escucharlo, pero nunca se está realmente preparado para el dolor. Nos abrazamos unos segundos largos antes de recomponer nuestros despedazados corazones.

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