Ahí estaba, postrada en la cama, entre sabanas de papel. La mirada perdida y la boca abierta cogiendo un aire de tierra ardiente. Mi abuela tenía un cuerpo delgado, y una piel casi transparente de todos los colores que puede tener la muerte. Una mano hinchada que temblaba sin parar y unas piernas como varillas de cristal, quebradiza, débil, nimia. Sus cabellos ceniza, que algún día fueron una melena hermosa, han perdido su brillo, su color y su vitalidad, al igual que toda ella. Las arrugas de su piel parecen los abismos entre la juventud y la vejez, los surcos que deja vida y los caminos que llevan a la muerte. Me miró, como un animalillo perdido, con esa mirada que tienen los ancianos. Vi en sus pequeños ojos oscuros y casi cerrados la liviandad de la vida y la aceptación de la muerte. Parecían dos baúles oscuros, infinitos, llenos de recuerdos que iban a cerrarse eternamente, a perderse. Mi abuelo se acercó a ella y le beso tiernamente la mejilla, después le acarició la cara pálida, la frente huidiza y su cabello platino. En la habitación no corre el aire, entra un sol cada vez más frío. Medicinas en una mesa, dos sillas en las que nadie se sienta, los cuadros antiguos, silencio. Todo sigue como antes…»es mi habitación» dijo ella entre el delirio del sueño y las ganas de quedarse. Todo va desvaneciéndose lentamente al ritmo de las agujas del reloj. Polvo, recuerdos, sueños en botellas rotas. Porque no somos más que un pasado desconocido, un presente incoherente y un futuro incierto.
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