Hay parcelas de la realidad que son ininteligibles para quien las observa, del mismo modo que, en el arte hay cosas que no pueden ser explicadas por quien las ha hecho.
En 1908 nace la hija de un albañil italiano, llamada Elisabeth. A los 17 años se casa y su matrimonio degenera en fracaso cuando su marido comienza a beber, encontrando en ello la muerte. Más tarde, Elisabeth se obsesiona con la idea de ser envenenada y engloba a su único hijo en sus delirios. Al final, es hospitalizada en una clínica psiquiátrica, en la que será ingresada hasta14 veces.
¿Por qué tiene importancia la historia de Elisabeth aquí? A Elisabeth le diagnosticaron esquizofrenia maníaca tras su ingreso. Durante demasiado tiempo las expresiones plásticas del esquizofrénico se han considerado exclusivamente como signos de la enfermedad. He aquí el interés del señor Alfred Balser, médido jefe de la paciente, pues encontrará en “una mujer de estructura simple y sin formación artística, una riqueza e invención artísticas sorprendentes”. Balser enfatizó tanto en la evolución pictórica como psicopatológica de la enferma, explicando algunos de sus variopintos dibujos. La condesa de los arrabales La condesa de los arrabales, título que ella misma se atribuyó, manifiesta la modestia de su origen y encierra tanto la naturaleza de su delirio (Elisabeth es consciente de sus limitaciones) como la expresión de “ una auténtica creación poética”.
La pintura, es sin duda, una demostración de hasta qué punto, puede relacionarse la esquizofrenia con una nueva expresión (quizás imprescindible) del arte. Del mismo modo, algunas de las grandes obras cuya grandeza corresponde a quien las ha escrito (literatos del XIX y XX), guardan una relación estrecha con este trastorno.
Los incomprendidos
La literatura como un instrumento para suplir los huecos deficitarios de la vida, igual que el orgasmo para Woody Allen, intenta cubrir las zonas vacías de la vida.
Kafka, Robert Walser, James Joyce, Guy Mauspassant o Rimbaud comparten la gran literatura que galopa a caballo entre los siglos XIX y XX, pero sobre todo, tienen en común una relación de amor- odio hacia ella.
Una mañana, tras un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se despertó convertido en un monstruoso insecto (La Metamorfosis)
Demuestra Kafka (1883- 1924) su obsesión por aislarse del mundo -gracias en buena parte al absenta- y su imposibilidad de “vivir una vida humana entre los hombres”. La asombrosa capacidad de Kafka de no relacionarse con nadie, según su coetáneo, Gustav Janouch, parecía querer decir: “Por favor, me dará usted una gran alegría si no se fija en mí”.
Él, junto su admirado Robert Walser (quizás por su misma condición marginal), comparten la voluntad por las relaciones amorosas, que a lo sumo, se verán condenadas al fracaso. Kafka llega a confesar al padre de su primera esposa: “La verdad es que conmigo, según mis previsiones, su hija tendrá que ser desgraciada”.
Riverrun, past Eve and Adam’s, from swerve of shore to bend of bay, brings us by a commodius vicus of recirculation back to Howth Castle and Environs (Finnegans Wake)
El psicólogo Carl Jung trata la esquizofrenia de la segunda hija de James Joyce (1882-1941), Lucía. Joyce preguntó al doctor suizo: “¿Doctor Jung, notó que mi hija parece estar sumergida en las mismas aguas turbulentas que yo?— A lo cual este respondió: —Sí, pero donde usted nada, ella se ahoga”. Pese a los rasgos neuróticos que presentaba Lucía desde muy pequeña, para Joyce es una artista brillante, un ser fantástico, la única de las pocas personas que podía comprenderlo realmente. En definitiva, hablaba el mismo lenguaje que su padre.
A la ambiciosa obra de Ulises que incorpora “tantos enigmas y acertijos que mantendrá a profesores ocupados por siglos discutiendo lo que quiere decir”, le sigue la creación por parte del autor, de una lengua con un sistema de códigos indescifrables hasta el momento: Finnegas Wake.
“No hay nada tan bello como matar”. El individuo aislado no es nada, nada. Acaso, ¿sospecharían de mí, de mí, si elijo a un ser al que no tengo el menor interés en hacer desaparecer?” (El Loco)
Me encuentro ahora con un Guy Maupassant (1850-1853) melancólico y pesaroso que conversa con personajes próximos a la locura, a lo irracional, al vacío, al extraño de sus vivencias. Que Maupassant nos presente personajes en constante tensión y estado de alarma no es casual, se debe probablemente al trastorno de ansiedad generalizada o PGP, que le diagnosticaron. “El sentimiento de extrañeza en el mundo circundante es uno de los síntomas más precoces en el desencadenamiento de la esquizofrenia” (Saénz, Valiente y Fuentenebro, 2012, p.132).
En realidad, el sabor amargo de los cuentos de Maupassant se explica por el propio sabor amargo que el autor tenía de la vida: “Tengo miedo de mí mismo, tengo miedo del miedo; pero, ante todo, tengo miedo de la espantosa confusión de mi espíritu, de mi razón, sobre la cual pierdo el dominio y a la cual enturbia un miedo opaco y misterioso”. El escritor siente aversión a la fama, busca alivio en el éter y la morfina… Acaba sus días en un manicomio.
Vagando por el río Aqueronte al encuentro de Caronte…
Suena a canto de despedida, no hay conciliación ni remedio posibles para el joven Hugo von Hofmannsthal. En la carta desesperada que envía a Francis Bacon -conocida a posteriori como La Carta de Lord Chandos- equipara su presente situación a las horas previas que precedieron a la destrucción de Alba Longa: “como las gentes recorren errantes las calles que no han de volver a ver… cómo se despiden de las piedras del suelo”.
De la misma forma, Hofmannsthal se aleja del lenguaje que otrora le había devuelto el sentido a su existencia, a la comprensión de la realidad. Ahora, en la carta, confiesa que las cosas del mundo se enfrentan a las palabras cuya inicial pretensión era expresarlas. Ahora, en la carta, la realidad que se le antoja a Hofmannsthal, se encuentra fraccionada, carente de sentido. Pero la paradoja que encubre el relato es que, al tiempo que el joven Hugo abandona la escritura, tiene que hacer uso de la misma para poder compartirlo con Francis Bacon. Y más aún, la carta está escrita al estilo más ortodoxamente literario. He aquí, la primera analogía con el personaje de Marcelo al que pone nombre Enrique Vila Matas en su Bartleby y compañía: “Marcelo no quiere escribir —al igual que todos los Bartlebys— en cambio, redacta notas, a menudo extensas, sobre otros escritores que, en algún momento de su vida, decidieron hacer lo mismo”. Vila Matas intenta explicar el síndrome que padece Hofmannsthal —Síndrome Bartleby— como también en su momento lo padeció Rimbaud (que prescinde de la poesía a los diecinueve años) o el mexicano Juan Rulfo a quien se le murió “el viejito que le contaba las historias.”
El trastorno mental visible en Robert Walser y permanente en Arthur Rimbaud (tras contraer la sífilis) se alimenta del abandono de sus literaturas. Esto no es tanto fruto de una decisión, sino más bien, el efecto de una apatía por el mundo que ha de venir. Es un instinto casi apocalíptico. Robert Walser se resigna a vivir en un manicomio para darle la espalda a ese mundo venidero. El mayor de sus miedos es exponerse ante el público, por eso preferiere no ser nadie. Lo mismo que Bartleby (personaje de Herman Melville) preferiría no hacer nada. Walser es, ante todo, una figura elusiva que pese a su insistencia por la invisibilidad, sale a flote junto a su obra -una obra maestra- que nos revela a personajes como Jakob Von Gunten; un joven que sólo es capaz de “respirar en las regiones inferiores”.
El personaje de Jakob Von Gunten se encuentra en un proceso de transformación, desde una personalidad intensa, activa, rebelde a una personalidad disfrazada de bondad. En su interior alberga innumerables cuestionamientos: ¿se siente acaso atraído por su mejor amigo, el que por otra parte, parece molestarle las impertinencias y rarezas de Jakob? ¿Qué tipo de afecto tiene la hermana del director que actúa de maestra con Von Gunten que actúa de alumno? ¿Y que extraña proximidad entabla con el director del Instituto? Por cierto, un instituto llamado Bejamenta donde se aprende muy poco y falta personal docente, donde en palabras del protagonista “los muchachos jamás llegaremos a nada, el día de mañana seremos gente muy modesta y subordinada”.
Se nos presenta un escenario desolador, en el que, sin embargo, el protagonista se acomoda. Von Gunten, al igual que otros personajes del autor, demuestra una fuerte motivación en el acatamiento del orden, en el cumplimiento del deber. Por eso se acaba enganchando a la dinámica de Benjamenta. Aquí todos parecen haber fumado opio. Su mundo, el mundo de Benjamenta tiene vida propia (he aquí, una cierta conexión con el efecto alucinógeno o de delirio). Jakob cree que abandonar su osadía equivale a obedecer y de esta manera, puede escapar de las responsabilidad de ser algo. Al igual que su creador ser nadie.
Pour finir…
La búsqueda incesante del “yo” sumerge a los anteriores autores en la comprensión que sienten hacia los seres atormentados, los locos, los enfermos, los marginales, los criminales, incluso. En definitiva, una comprensión que les sirve de guarida para refugiarse de ellos mismos.
Por fin, nos hemos dado cuenta de que el mundo no es capturable directamente con las palabras… Entonces, ¿para qué seguir escribiendo? A quien el destino le tiene reservado el encargo de la creación (escribir es un acto de creación) se posiciona de forma antagónica a aquel que recibe el encargo, el que siempre ha precisado de relatos, a quien los cuentos le han servido de aliciente en el deambular de su vida. Y sin embargo, huir de este destino es posiblemente un instinto de supervivencia, para distanciarse, para no sufrir pesares mentales, para seguir siendo.
Mientras Jakob pretendía obedecer para no ser y Bartleby prefería no hacer, sus apatías compartidas no son sino la imagen del miedo por lo que vendrá y que todavía se desconoce. También por la incomodidad del tiempo en el que se vive, ¿qué época pasada me vendría mejor? La huida de Rimbaud, el ingreso voluntario de Walser anticipándose a su final, el ostracismo al que se sometió Kafka, Maupassant y su delirio…En definitiva, el abandono del lenguaje y deterioro de su significado para estos autores, la búsqueda de la identidad jamás hallada, la pregunta permanente por el qué somos, la doble vida, la percepción del esquizofrénico; tienen algo en común: la imposibilidad de encontrar consuelo (situación extrapolable a hoy día ante un mundo falto de autonomía y el aumento de los trastornos). Pero mientras la historia se repite, se complica la tarea de hallar algo nuevo bajo el sol.