En la decadente noche, quién más te cuida que el reproche. La memoria de lo acontecido infesta mi mente, mi alma expuesta al horror que, en la recóndita oficina, la historia maldita culminó. Un hombre normal, de normales facciones, de normales acciones. Mi nombre, Leonardo Friskal.
Me mudé a esta ciudad, esperando que con suerte tuviese una oportunidad. Tranquilamente en la granja familiar yo vivía, sin tener idea alguna que el haberme ido todo el resto causaría. Sin más, que el circo del horror comience, que contando esto, jamás en aquello piense.
De una gran oportunidad, un trabajo en la nueva ciudad surgió. En el banco de nombre Celestino, un puesto de gerente en su más importante sucursal se me ofreció. Con el tiempo en el que transcurre un latido del corazón, sin duda alguna me abalancé, rezando que todo no fuese un fingimiento de mi imaginación.
Días óptimos, en mi nueva vida. Celestino era un gran lugar para el que trabajar, grandes beneficios que un empleo en tal banco trae. Todo lo que pude haber pedido, enorme salario, seguro médico, amables compañeros; un nuevo comienzo para olvidar el dolor de lo perdido. Como gerente del banco, con gente de toda clase tuve que lidiar, de la más baja escoria, a gente que será recordada por la historia.
En mi equipo de trabajo, tres subordinados bajo mi mando estaban. Clara, una joven de acogedores, dulces ojos, y de un recogido cabello castaño. Una verdadera profesional dotada de una habilidad de persuadir indescriptiblemente surreal. De mechas rubias y de facciones marcadas, un hombre de claros objetivos y de disposiciones absolutas, de Marco por nombre y López por apellido. Y, por último, mi preferida, mi privilegiada, Amanda. Mi relación a ella radicaba en nuestro parecido, de gran inteligencia a los deseos de grandeza, en ella encontré la gema más preciosa, resaltante por su belleza.
Corta duración tuvo la época en que las ansias resistimos, y por los mutuos anhelos, ambos en contrarios brazos caímos. Una muestra obtuve de la verdadera felicidad, un sencillo gesto de la vida demostrando por mi futuro un poco de piedad. Fueron dos meses de paz, dos meses de cálida, reconfortante alegría de una relación que fue denominada como prohibida. Si tan solo se viese por alma y no por la mundanidad, si tan solo nuestras opiniones no fueran dictaminadas por la hipócrita, decadente sociedad.
El juicio final, a mi persona un lúgubre mes de junio llego. En el jardín del Edén yacía un árbol, aislado, por la restricción expuesta al primer ser humano. Sentimientos concordantes con Adán en mi corazón rugían; bueno, rugen, por el hallar de mi Eva que en este caso no fue quien me tentó, si no la mismísima tentación encarnada a la persona que mi corazón llama, quien de mi intentó ser alejada por la gente que dice que la ama.
En las sombras donde nos escondíamos, la luz de nuestra relación nos iluminaba, especialmente con la noticia recién llegada del doctor por la que Amanda tanto celebraba. Hasta que el mendigo progenitor de mi querida, en el usual callejón, entrelazados nos encontró. El miedo me carcomía desde mis entrañas, pero por ella, todo daría, sin importar de la presión ajena y el tamaño de sus hazañas. Sin lugar a raciocinio, en brutal ira, su padre contra mi embistió. Con el paso de los años, pelear se me había vuelto más difícil; pero, con los lauros de la victoria, me aseguraría que esa noche acabase en gloria. Los golpes de cada parte volaron, la sangre de ambos en la acera se combinaba, pero al final de la pelea fui yo el que triunfaba.
Amanda me veía con una cara de horror, persona que minutos antes amaba, ahora vista de pleno terror. Pero no era miedo de mí, sino de lo que atrás yacía. Una explosión, el último ruido que mis oídos escucharon, mis tímpanos perforados. Volteé a ver a Amanda por última vez, lágrimas de mi cara corrían, y miré hacia abajo al daño que la bala al cuerpo había causado. Amanda se dirigió a mí, y la vi con una última sonrisa para que notara que todo había valido la pena, notando la sangre que su camisa traspasaba. Aquel disparo de su padre no sería la causa de una sola muerte, de la muerte de un maldito como en ocasiones varias me llamó, sino también la de su propia hija. Muerta por su mano. Una última vez tomé su palma y mis ojos para siempre cerré, cuando otro disparo solitario escuché.
Para mi sorpresa, sin herida alguna, de aquella calle me desperté. No supe qué pasó. Sin Amanda junto a mí, ni tampoco el cadáver del desgraciado. A la puerta de destino a la oficina prontamente, con la cabeza revuelta me dirigí. Por lo sucedido pregunté cuando en completa confusión todos me preguntaron, refiriéndose a mí por Amanda, cómo sobreviví.
Pensé que la locura me azotaba, que llegué al infierno y este era mi castigo. Pero no estaba en lo correcto. Es mi nueva realidad, mi propia conciencia que se reconoce como mi propio cuerpo,
habitando en un mundo donde el ser en el que mi alma reside, el recipiente de Amanda es.
Al final su verdadero objetivo su padre logró, y de mi amada, por siempre me separó. Condenándome a caminar la tierra sin un rastro de ella, sin nunca más poderla volver a ver. Un amor puro y verdadero, no solo quebrantó, sino que con cuatro vidas en instantes acabó.
No sé qué pasa, sólo recuerdo a Leonardo herido en el piso. Un sentimiento extraño en mi sangrante vientre, y mi condenado padre con su infernal revólver. Y ahora sin más me desperté, sin sentido, sin lógica, todo lo que para mí había sucedido. Entré en la oficina tras gritos de sorpresa al ver que no estaba muerta tal como todo el mundo diría. ¿Pero por qué me llaman Leonardo? Y por qué me preguntan que me sucedió a mí, si soy yo quien enfrente a ellos está.
Al siguiente día, el asunto de mi persona se me había aclarado. Al llegar la oficina me dijeron que Amanda estaba ahí (Su cuerpo al menos ya que claramente no soy yo, tal vez en una hazaña de los cielos, podría ser Leonardo en mi cuerpo como yo en el suyo encarnado.) Por todos lados yo busqué, incluso cuando me dijeron que enfrente él/ella estaba, sin sorpresa el vacío fue lo único que encontré. Para qué volver a caminar en esta tierra, si jamás verle podré.