Clavaba mis pupilas en las tuyas y me quedaba sin habla. Tus ojos, brillantes cual estrellas, se aferraban a mí como si el tiempo tuviera alas. Susurrabas que me necesitabas, pero lo que no sabías era que yo, sin tu presencia, me sentía ahogada.
Ahora me dices que fui una estúpida; pero yo te digo que, más que una estúpida, fui una cobarde. Pues, incluso el ser más estúpido llega a ser valiente en la ignorancia. No quisiste ver mis inseguridades ni en pintura, unas que me recuerdan a tu gran admiración hacia ese pintor de una sola oreja. Admito que intenté cambiar y que por ello caí en un tiempo sin tiempo, en un mar de olas de desconsuelo. Ahora sé que no siempre la tortuga debe ganar a la liebre.
A veces, si me concentro lo suficiente, puedo sentir tus manos alrededor de mi falda, tus caricias en la espalda, tus susurros entre mis tirabuzones de esmeralda. El tacto de tus labios sigue tatuado en los míos. Tu mirada clavada en la mía. Veo cómo tus profundos y grisáceos ojos dibujan una sonrisa, cómo me susurran que todo está bien, que todo lo estará. Pero nada lo está. No ahora que ya no estás. No ahora que miles de kilómetros nos separan. Son kilómetros físicos y kilómetros no tan físicos. Es la distancia de dos corazones que, por mucho que se buscan, no se encuentran. Ni se complementan.
Otras veces puedo respirar. Ya ves, así de fácil pierden fuerza las palabras y promesas. Pues son ficción, sonidos sin sonoridad: ilusiones. Son como dagas en el pecho, ácido en nuestro cuerpo. Y, aunque estas nunca sean bienvenidas, siempre están allí. Son como sombras: silenciosas y constantes. A veces están, otras veces no. Te buscan y te encuentran. Siempre lo hacen. Y consiguen desanimarte y hundirte y te hacen pensar más en un futuro hipotético que en un posible mañana. Y lo cierto es que esas ilusiones tan enrevesadas son parte de nuestra imaginación. De una imaginación que, si se usa demasiado, puede llegar a volvernos locos.
Locos de esperanza.