Sangre

Había mucha sangre. El constante e incómodo pitido del monitor había pasado a convertirse en una tétrica música de fondo para semejante escena, y resonaba en mi cabeza. Resonaba como la señal del fracaso. El himno de la muerte.

Aún tenía el bisturí en la mano, más pesado que nunca. Aún podía sentir cómo su sangre me salpicaba el pijama y la cara, aunque hacía casi cinco minutos que la arteria había cedido bajo los puntos de sutura que intentaban repararla. Todo lo que hicimos a partir de ese momento fue una funesta carrera para evitar que perdiera más sangre. Y fue inútil.

Me quité la mascarilla de un seco tirón mientras una de las enfermeras se acercaba al cadáver y miraba el reloj de la pared.

Hora del exitus… las tres y cinco.

“De la mañana” pensé yo, aunque me abstuve de comentar nada.

La imagen del cuerpo de aquel hombre, soltando sangre como si de una fuente se tratase, se había grabado en mi cabeza. Arrojé el bisturí a una bandeja de utensilios y salí al antequirófano, quitándome el sudor de la frente y algo de la sangre que se me había adherido al párpado con el dorso del antebrazo.

Toño, el anestesista, salió justo detrás del joven y habilidoso cirujano, preocupado por la cara de desolación que se había adueñado de su compañero. Le puso una mano en el hombro, silenciosa y a la vez, cálida, respetando el enorme espacio vital que su amigo necesitaba.

La mujer está esperando en la sala. Iré a… – comenzó a decir Toño.

No, iré yo – le corté, dándome la vuelta para encararme con el anestesista. – Envíala a la consulta de información postoperatoria.

Aunque llevaba el pelo grisáceo oculto bajo un pañuelo para evitar que le molestase durante las cirugías, un mechón se había escapado de su sedosa prisión y caía rebelde sobre la frente de Toño.

¿Estás seguro? Creo que deberías descansar.

Estoy bien.

Duerme algo, llevamos tres horas ahí dentro…

He dicho que estoy bien – le espeté, asqueado por la idea de haber perdido un paciente.

Vale… – respondió pacificador, agachando la cabeza.

Yo asentí a mi vez, quitándome los guantes de látex teñidos de rojo y encaminándome a la puerta doble que daba a la consulta con paso firme y decidido.

“Hemos hecho todo lo posible. Su marido tenía una arteria que… Incluso si hubiéramos…” las típicas mil frases estúpidas que no serían capaces de amortiguar el colosal hachazo que la mujer estaba a punto de recibir. Justo antes de que empujara una de las puertas, la voz de Toño me llamó con su potente voz de barítono.

Si te hace sentir mejor: no ha sido culpa tuya.

Eso es lo malo – le contesté, girándome lentamente. – Lo hice todo bien y se murió igual, ¿por qué coño crees que me haría sentir mejor?

No escuché su respuesta. No me aliviaría.

La sala de consultas del postoperatorio era cálida, me senté en una de las sillas con las piernas abiertas y las manos jugueteando con una costura del pantalón. Antes de que la mujer entrara, decidí cubrir la sangre que me había salpicado con la bata de uno de mis compañeros, oportunamente colgada en el perchero.

Escuché la voz de Toño indicando la mujer que accediera a la habitación, los tímidos pasos de alguien que se dispone a entrar en un lugar donde no desea entrar, escuché cómo la puerta se abría lentamente.

Ahí estaba, Andrea Gómez, cuarenta y siete años, alta y esbelta. No aparentaba en absoluto la edad que pesaba sobre ella, pero aunque su cuerpo se hubiera mantenido joven y terso, su mente y su espíritu lastraban las experiencias vividas. Y sus ojos… jamás nadie me había mirado con unos ojos como los suyos. Me levanté intentando ocultar un escalofrío que me recorrió la espalda como un latigazo, midiendo mis movimientos y sobre todo, el tono de voz. Si bien es cierto que había pensado que los nervios y el miedo me traicionarían, mi cuerpo obró de forma intachable, manteniéndome sereno y vulnerable al mismo tiempo.

Siéntese por favor – le indiqué amablemente.

Sí… – musitó entre dientes.

Con movimientos suaves y poco coordinados, la mujer tomó asiento, dejó el bolso sobre su regazo y esperó pacientemente a que me sentara yo. Por un momento dudé si sentarme al otro lado de la mesa o junto a la expectante mujer, que parecía perdida e insignificante. Opté por la silla que estaba a su derecha, y tras colocarme la bata en medio de un silencio tenso, tomé aliento y me dispuse a hablar.

La voz me tembló un momento ante la mirada suplicante de aquella mujer.

Lamento… tener que decirle que ha sucedido lo que más temíamos… – comencé a decir.

Notaba la boca extremadamente seca, como si me hubieran sustituido la lengua por un trozo de estropajo. Andrea me miraba mientras asentía lentamente, como si asistiera al fin de su mundo en primera fila.

…el aneurisma de su marido se ha roto antes de que pudiéramos entrar en bomba – continué.

Me reprendí a mí mismo por haber empleado jerga médica, y justo cuando iba a explicarle qué era una bomba, ella abrió la boca sin dejar de mirarme a los ojos. Su mano se cerró con fuerza alrededor de la mía.

¿Entonces no…? – intentó preguntar. Una tímida lágrima se deslizó por su mejilla.

Reconozco que, incluso a pesar de mi carácter frío y calculador, el dolor que la voz de aquella mujer transmitía hizo que el corazón se me encogiera en el pecho. Un sudor frío bajó por mi espalda, como la suave caricia de la parca, recordándome el fracaso.

Por un instante, el cadáver viviente era yo.

Lo siento muchísimo – negué con la cabeza – al romperse la arteria hemos sido incapaces de…

No conseguí terminar la frase. Andrea inclinó la cabeza y dio rienda suelta al dolor que atenazaba su alma sin dejar de apretar mi mano. Lo cierto es que agradecí que dejara

de mirarme a los ojos, que dejara de atravesarme con esa mirada, implorando una información que yo no podía darle. Unas palabras que mataría por oír.

Desconozco cuánto tiempo estuvo llorando, pero sí recuerdo que no fue demasiado. Poco a poco fue recuperando la compostura, se secó las lágrimas y dejó de apretar mi mano, aunque no la soltó.

Seguí el consejo que días atrás me había dado Toño, y empecé a explicarle el porqué de la situación. Sin embargo ambos sabíamos que no entendería nada. Que su mente estaría en una burbuja, esforzándose por contener el sufrimiento y la pena que la desbordaba por todos los flancos.

Como ya le informamos antes de la intervención, la situación era muy delicada dado el enorme riesgo implícito en la rotura de estos aneurismas.

Andrea ni siquiera asintió, sino que se dedicó a mirarme impasible, inescrutable.

El tiempo jugaba en nuestra contra, y el problema de los aneurismas es que son impredecibles. No sabíamos cuándo se rompería… Es como si fuera un globo, se va hinchando hasta que, de repente, explota.

Intenté apretarle un poco la mano, que sintiera que seguía unida a otro ser humano. Tal vez si exteriorizara el dolor sería algo más llevadero. Esperé pacientemente a que asimilara la información, a que asintiera con la cabeza y se mostrase dispuesta a hablar.

¿Cuándo… cuándo podré verle? – la voz le vibró en la última sílaba. Los ojos se le empañaron de nuevo.

En unos minutos le acompañaré para… que pueda…

Me mordí la lengua antes de decir alguna burrada y destrozar la precaria situación,

“despedirse” no era la palabra adecuada en aquel momento. Andrea pareció comprenderme sin necesidad de más explicaciones, aunque seguía recorriendo mi rostro en busca de un saliente salvador al que aferrarse.

¿Quiere… quiere que llamemos a alguien? ¿una hermana o un hermano?

Mi… mi padre está… yo…

Su cerebro, totalmente desquiciado, era incapaz de hilar dos pensamientos seguidos, así que optó por entregarme su teléfono en lugar de decirme el número.

Lo que ocurrió después lo he vivido más veces. Les acompañas a la sala privada donde está el cuerpo de su familiar, entregas el teléfono a una enfermera para que llame a sus parientes y, mientras ella llora sobre las cenizas de su vida, te alejas por un pasillo más lúgubre y tenebroso de lo que recordabas.

La muerte acompañará a aquella mujer el resto de su vida.

Los fantasmas me acompañarán el resto de la mía.

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