¿Por qué lloran los bebés?

Un grito agudo lo sacó de sus inútiles pensamientos. No era una pesadilla. Lo supo por costumbre, la desgracia de escuchar vociferaciones todos los días, cada una con un reclamo diferente. En el trabajo lo retaron por haber llegado tarde, por demorarse más de lo conveniente en preparar mezclas y sacar medidas. No había tregua para los sueños terroríficos que padecía con los ojos abiertos, sabiendo que la tranquilidad de despertar le era negada por una realidad indiferente a sus sufrimientos. <<No quiero ver la hora. Ha de faltar poco tiempo para que suene la alarma y deba vestirme para ir a trabajar. Ni siquiera puedo entristecerme tranquilo, a ella nunca le importó mi insomnio. Lejana pese a dormir a mi lado>> se dijo. Era la esposa quien chilló atemorizada cuando vio una rata merodeando por el comedor. Salió de la cama hace unos minutos angustiada por la respiración de Sauro, la incomodidad de tenerlo cerca, la certeza de que la relación estaba terminada. <<Nació el bebé y nada mejoró. Nunca tuve esperanzas de llegar a buen puerto. Las exigencias están a una altura que no puedo alcanzar>> pensó decepcionado, herido por la oscuridad desquiciada de su interior. Dora dejó de gritar pero la tranquilidad siguió otro rumbo, el bebé soltó un llanto incansable. El hombre salió de la cama sin intenciones de acercarse a la cuna, levantó el paquete de cigarrillos y se dirigió al comedor. No valía la pena continuar acostado a la espera de que sonara la alarma del celular con el techo como pantalla de una triste procesión. La chica estaba sentada a la mesa, el camisón resaltaba el enmarañado cabello negro, los ojos rabiosos salpicaban tintes sombríos en el rostro. Sauro tomó asiento y prendió un cigarrillo. En frente tenía a la mujer que cada día aumentaba sus exigencias con la intención de generar discusiones, de hacerle saber que vivía disconforme, que él le había fallado en cada aspecto del matrimonio. <<Las promesas que no pude cumplir, las horas de satisfacción que soñé junto a ella. Todo resumido en esta situación, ambos sentados a la mesa en plena madrugada, insatisfechos, con el bebé llorando sin que nos importe el motivo de su llanto>> discurrió Sauro, cansado e irritado, frustrado por las paredes de bloque, por el frío que bajaba desde el techo de cinc. —Hay una rata en la casa—dijo Dora secamente, venciéndolo con su mirada—. Prendí la luz y la vi paseando sobre la mesada, sobre las migas de pan que no sacaste. —Qué me iba a imaginar que una rata anda al acecho de mis restos—dijo Sauro—. Ya voy a comprar veneno. —Ayer, en el almuerzo, te dije que andaba una rata—Dora fingió paciencia, el cariño de una ternura perdida para siempre. Sauro recordó la discusión del mediodía. Un bulto de ropa sucia que no llevó al lavadero, que dejó en el rincón del cuarto porque no estaba de humor para levantarlo, porque el encargado de la obra lo había amenazado con despedirlo. <<Para Dora eso no tiene importancia, dice que soy un fracaso cotidiano, que estoy derrotado apenas piso la vereda>> prendió otro cigarrillo, tenía frío pero se negaba a volver a la cama, los niveles de angustia aumentaron su intensidad. —¿Te das cuenta?—dijo la mujer con impertinencia, volcando sobre él las penas de una ama de casa—Está llorando el bebé pero no haces nada por consolarlo, hay una rata y olvidas comprar veneno, hay ropa sucia y la dejas tirada en el cuarto. Estás equivocado, no vivo para vos, para acomodar tus desastres. <<La besé como nunca antes había besado a una mujer. Creí que podía darle una vida normal con sus problemas típicos. Vivir en La Fonda le desagradó desde un principio, saber que era permanente la destruyó por completo>> se dijo Sauro re podrido del insomnio y sus consecuencias, de una casa torturada por las ruinas de unas esperanzas que no van a volver. —Hago lo que puedo—dijo Sauro consciente de que no era así, de que hace tiempo que dejó de dar lo mejor de sí mismo—. Trabajo nueve horas por día, aguanto reprimendas e insultos, vengo acá y los quilombos siguen ¿Cómo carajo pretendés que me acuerde del veneno? Dora soltó una carcajada irónica, lo más cruel de su repertorio. —¡Si en el trabajo te viven puteando!—exclamó sin piedad—De seguro no haces nada en esas nueve horas. Querido, me siento tonta, no sé cómo lograste engañarme, cómo llegué a enredarme con un inútil. —¡Bruja!—gritó Sauro y prendió un cigarrillo. —Soy bruja por culpa tuya—entornó los ojos rencorosos, presos de una ira en ascenso—. Tengo que andar barriendo el piso con la escoba, estoy lejos de volar. Tengo que atender al bebé todo el día, tengo que limpiar, tengo que cocinar, tengo que lavar la ropa, tengo que hacer todo lo que prometiste que no haría porque tu objetivo era mantenerme como una princesa. En los paseos que dieron por la plaza Kafka hace dos años. Sauro prometió que la tendría como una princesa, juró utopías que ella creyó enceguecida, ambos estaban enceguecidos por un amor que exige más que una casa y un trabajo, que dista mucho de ser un castillo con arlequines y sirvientes. Él pensó que sería posible, ofrecerle la nobleza de una ayuda doméstica, otra muchacha que hiciera lo que ella hace todos los días. <<Voy a trabajar en un taller. Mi idea es aprender metalúrgica y poner mi propio taller de manera que la plata que entre sea únicamente para mí. Con el tiempo el negocio va a crecer y los clientes van a traer a otros clientes. Cuando menos lo imagine voy a disponer del capital suficiente para que otros trabajen para mí>> le dijo con una sonrisa que ella miró enternecida. No hubo necesidad de aclaraciones, el tiempo se encargó de anunciar que el taller era una empresa imposible, que apenas sabía manejar una pala. —Nunca te mentí—dijo Sauro—. Pensé que era posible evitarte todo esto. Me equivoqué, reconozco la derrota. —Ya es tarde para reconocer errores—dijo Dora con una sonrisa abatida—. Tenemos un techo de cinc sin machimbrar, en verano fallecemos de calor, en invierno de frío, el sonido de la lluvia es más insoportable que el llanto de Luciano. Y con reconocer no hacemos nada. Vivimos en la peor zona de Puerto Heredia. <<Si por lo menos lo dijera con lágrimas, algo que diera señales de vida en ese rostro muerto>> pensó Sauro. Discutió con ella como siempre: revelándose las caras abatidas de promesas fundidas en las mentiras, la reserva que los alejó sin retorno. —Pero ya no me duele—dijo Dora con su risita irónica—. Para mí sos como una sombra, me sos indiferente, un tipo que llega del trabajo a las seis de la tarde con una joroba. Ni siquiera me excitas, Sauro. —¡Basura! Se levantó bruscamente, Dora saltó atemorizada por la furia del hombre. La volteó de una trompada, <<¡Hijo de puta!>> gritó con la voz quebrada, recibió un puntapié en el ombligo. <<Cerrá la jeta. Perdón por maltratarla, my lady>> dijo Sauro regalándole un nuevo puntapié. Golpeó el rostro de la mujer a puño cerrado, embruteciendo de sangre la cara pálida, ya sin esperanzas. La tomó del cuello con ambas manos y apretó con rabia ante un futuro denso, nervioso, sin variantes. La mató pero continuó estrujando el cuello durante varios minutos, deseoso de callarla para siempre, de quitarle la risa irónica. La dejó y asentó la espalda contra la pared, agitado, libre de remordimientos. Contempló el rostro desfigurado, esbozó una sonrisa generada por una distorsionada visión de la amargura. <<Alguien tenía que terminar con tu sonrisa>> dijo en voz alta, <<ahora sé que siempre quise tenerte así, callada y condenada a no reclamarme nada>>. Prendió un cigarrillo, el llanto de Luciano no penetró en el silencio de la muerte. Ahora Dora no podía recordarle sus fracasos ni reclamarle un castillo que siempre perteneció a los cuentos. Nunca más volvería a moverse como loca en la cama, incómoda por la presencia de Sauro, angustiada por el techo de cinc, suspirando tristemente hasta que sonaba la alarma del celular. <<¿Por qué estás vestida así?>> le preguntó al cadáver de Dora, <<Con un camisón de vieja que no calienta a ningún virgen desesperado. ¡Vos tampoco me excitas, Dora! Tu cara es horrenda. Vamos a ver si encontramos alguna solución>>. La levantó como alguna vez lo hizo para que hicieran el amor. La llevó hasta el cuarto sin hacer caso al llanto de Luciano. Estiró el cuerpo sobre la cama, le quitó el camisón blanco, la contempló desnuda, sin sentir excitación alguna. Del ropero sacó una blusa violeta escotada, una minifalda negra de cuero, se las puso lentamente esperando alguna sensación. Sin embargo, el rostro demacrado no lo provocaba. <<¡Vos tampoco me excitas, Dora!>> gritó rabioso, venciendo el chillido del bebé. La alarma del celular sonó, la apagó y se vistió con la ropa del trabajo, observando siempre las promesas incumplidas, todas vencidas en un cuello frágil. <<Vení, Dora. Vamos a desayunar, en un ratito tengo que ir a la obra para recibir puteada tras puteada, para traerte una quincena que nunca te fue suficiente>> la transportó hasta el comedor. Logró sentarla con medio cuerpo asentado sobre la mesa. Calentó agua y preparó un té para ella. <<Si estás así no vas a poder desayunar. No vas a comer el pan duro, no es un problema para vos, estás acostumbrada a comer pan duro, eso me dijiste>> prendió un cigarrillo, notó que la claridad del alba se asomaba por las cortinas. <<En un ratito tengo que irme, aunque eso tampoco te importa, seguro que era un alivio verme partir para la obra>> dijo Sauro, pitó ansioso el cigarrillo, la sensación de pesadilla había desaparecido. Estaba deprimido, triste y calmado, incluso afable. Dora no era más su responsabilidad, las discusiones se esfumaron para siempre. <<Me queda una cosa por hacer>> pensó concentrándose en el llanto de Luciano. Se acercó hasta la cuna, el pequeño envuelto en una pijamita azul, con un par de peluches al lado, el rostro colorado de tanto llorar. <<Pareces un muñeco, Luciano, de esos que están en la vidriera. Tu mamá está desayunando, vamos a ver si te hago dormir>>. Sauro levantó un almohadón con dibujos de jirafa, tapó el rostro de Lucianito y apretó con fuerza. El quejido del bebé fue apagándose lentamente, el cuerpo quedó quieto, en silencio. <<¿Por qué lloran los bebés?>> preguntó a un cadáver petrificado, el rostro sin vida parecía seguir llorando en otra parte. El cielo estaba encapotado, cubierto de nubes desesperanzadas en un invierno pálido, de corazón frío. En La Fonda había poco movimiento, los perros ladraban a las figuras que se movían entre la mala iluminación, otros trabajadores partían hacia una jornada de nueve horas. <<Una quedó desayunando y el otro durmiendo>> se dijo Sauro con un cigarrillo prendido entre los labios, la vista enfocada en la calle de tierra con sus innumerables baches, <<No tengo por qué ir a trabajar, a la mierda la obra. Me voy al centro a desayunar>>. Metió las manos en los bolsillos del pantalón, lamentó no haberse puesto guantes para combatir el frío de las calles, impulsado por el viento que hacía crujir las ramas de los árboles. Entristecido contempló a los chicos de Puerto Heredia que marchaban hacia sus respectivos colegios, algunos entre amigos, otros acompañados por sus padres. Él nunca tuvo ninguna de las dos opciones, siempre tuvo que ayudar a su padre en el trabajo. El viejo era un hombre malo, riguroso, llamaba inútil a Sauro porque no había manera de que aprendiera a trabajar, constantemente recibía chirlos en la cabeza porque se equivocaba en las medidas o se demoraba demasiado en transportar la carreta de un sitio a otro. Su madre le daba la derecha al padre, lo regañaba porque no era capaz de secar el baño o lavar los platos, porque tendía mal la cama, porque andaba con la voluntad triste, desganada. En el centro eligió el bar La Galería para sentarse a desayunar. Otros hombres con rostros dormidos miraban la taza de café como si estuvieran hipnotizados. <<No fui el único que tuvo una madrugada significativa>> se dijo Sauro. Pidió un café con leche acompañado por tortillas. —Hola, Sauro—dijo un hombre acercándose a su mesa—. Ya no reconoces a los amigos, tanto tiempo. —Buen día, Norberto—dijo Sauro forzando una sonrisa—. Estoy dormido, todavía creo seguir en un sueño. —Perdón por espantarte—soltó una risita ronca—¿Puedo sentarme? —Claro. Tomó asiento y también pidió un café con leche y tortillas. —Estoy sin dormir, hermano—dijo Norberto refregándose los ojos—. Sigo laburando para la municipalidad, estoy en la obra del polideportivo que quieren inaugurar antes de las elecciones. Soy sereno, el sereno de la noche. —¿Y por qué no pedís un cambio?—Sauro endulzó el café con leche—Tenés años de antigüedad, estás en condiciones de reclamar otro puesto. —A los arquitectos que vienen de la Capital les importa un carajo—rezongó Norberto con media tortilla en la boca—, al intendente y sus secretarios también les importa un carajo. Un chasquido de dedos y me dejan sin laburo. —Por lo menos a la noche no tenés jefe—Sonrió—. Yo tengo un encargado de mierda a mis espaldas todo el día. —¿Dónde andás? —En el barrio Centurión. Hay una casa en construcción. Desde la galería contempló la claridad de una calle sin sol, las personas dirigiéndose a sus trabajos, entrando al bar tiritando de frío, un día que Puerto Heredia no cambia, que obliga a repetirse en un círculo sin escapatoria. —¿Y por qué no estás en tu casa durmiendo?—preguntó Sauro y encendió un cigarrillo. —Tengo que ver a mi hijo en Villa Nogales—dijo Norberto con pesadumbre, bajando los ojos hacia una taza vacía—. Mi querida ex mujer impuso como condición verlo los lunes, martes y miércoles. —Algunos muchachos de la construcción comentaron que estabas en planes de divorciarte—dijo Sauro soltando el humo por la nariz, relajado. —Todo Puerto Heredia está enterada del quilombo—dijo Norberto—. Me engañó como cinco veces y en la última me enojé, tuve un episodio violento. Le pegué y te juro que me arrepiento, en dos puñetazos le rompí la nariz. Me denunció, con un abogado consiguió quitarme a mi hijo, imponerme condiciones para verlo, y en caso de haber otro episodio violento puede pedir a la justicia un pedido de restricción. —A todos nos pasa—suspiró. —¿Tu mujer, tu hijo?—preguntó Norberto—¿Cómo andan? —Los maté—dijo Sauro serenamente—. Ella quedó desayunando y él durmiendo como un angelito.
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