La alarma sonó a las 6 en punto. Empecé a despertarme como si me arrastraran de la conciencia desde el fondo de un lago helado. Me tuve que arrancar prácticamente de la cama y me lamenté por haber estado perdiendo el tiempo en Internet la noche anterior en lugar de dormir. Cada centímetro de mi cuerpo me pedía a gritos volver a meterme bajo las sábanas pero tenía cosas que hacer. La casa, como siempre a esa hora, se encontraba en completo silencio y a oscuras. Fui a la cocina y preparé café. Faltaba todavía mucho tiempo para que se empezaran a levantar los demás y, seguramente, agradecerán que haya café caliente cuando vayan a desayunar. Cuando terminó de prepararse, me serví una taza bien cargada y me la tomé de pie en la cocina, apoyado en la encimera. Poco a poco, fui notando cómo desaparecía la fatiga y se me despejaba la mente. No sé qué haría yo sin café cada mañana. Después, me vestí con un simple pantalón vaquero y un jersey, me abroché la cazadora y salí a la calle rumbo a la estación del tren.
Me subí el cuello del abrigo para protegerme del frío mientras caminaba cuesta arriba. Todavía era de noche cerrada y el frío cortaba como un cuchillo. Apreté el paso para dejar de estar a la intemperie cuanto antes. Entré en la estación y agradecí la diferencia de temperatura del interior. El tren apareció en seguida en el andén así que no tuve esperar mucho. Una vez sentado miré hacia la oscuridad a través del cristal de la ventana. Aún faltaba un buen rato hasta que amaneciera. Únicamente se veían las luces de algunas farolas. Me fijé en el resto de pasajeros del vagón. Algunos iban durmiendo, mirando el teléfono o leyendo un libro. Hacía mucho tiempo que yo no leía un buen libro. Lo último que había leído había sido una comedia negra sobre suicidas. El argumento trataba de cuatro personas que coincidían en Nochevieja en la torre de un antiguo edificio de Londres. Como ninguno quiere tirarse el primero, cada uno le cuenta su historia a los demás, terminan haciéndose amigos y deciden aplazar su muerte hasta el día de San Valentín. Lo cierto es que, el libro, me resultó indiferente. Al terminarlo, tuve la sensación de que era una historia que pudo ser y no fue. No profundizaba demasiado en la idea de la muerte como final definitivo, sino que era una sucesión de bromas sobre matarse que no conseguían ningún efecto en el lector. Imagino que habrá público al que le guste ese tipo de literatura de usar y tirar. Yo tampoco me las puedo dar de listo, no leo grandes novelas que supongan un antes y un después en la vida, de esas que le cambian a uno la visión del mundo. Supongo que tendría que hacer caso a mi hermano y leer a los clásicos. Recuerdo cuando intenté leer Crimen y castigo en mi época del instituto pero no conseguí avanzar más allá del momento en el que Raskólnikov mata a la anciana con el hacha. Quizá la adolescencia no era el momento apropiado y a los grandes autores es mejor leerlos siendo más adulto. Sin embargo, un verano me dio por leer El rey Lear de Shakespeare. Al ser una obra de teatro, era más cómodo de leer que una novela y enseguida lo terminé. Me agradó bastante pero no llegó a suponer ninguna sensación de plenitud. La verdad es que no sé qué debería esperar de los clásicos, a lo mejor, pongo las expectativas demasiado altas. Además, todavía no he tenido la oportunidad de conversar sobre los incunables. Aunque veo poco probable que me vea envuelto en un debate intelectual con algún literato. Por si acaso, guardo mi pequeño reducto de conocimiento sobre libros para estar preparado.
Lo mismo me ocurre con la música, a veces. Durante la carrera, me dio por escuchar grupos de rock que han dejado huella en el siglo pasado. Y, una tarde, escuchando uno de los discos de los Rolling Stones, me di cuenta de que, en general, no me estaba gustando. Únicamente me gustaban canciones sueltas. No sólo me ha pasado con los Rolling, sino también con los Beatles, Eric Clapton, David Bowie. Puede ser que empezara mal y que las ganas de que me gustasen fuesen demasiado grandes. Seguramente, lo que había detrás de eso era el deseo adolescente de diferenciarme de los demás. Yo no iba a escuchar la misma música de moda que el resto del universo. Ni a leer los mismos libros ni a ver las mismas películas. Yo me sentía diferente, más introspectivo y con mayor entendimiento del mundo que mis amigos y mis compañeros. De ahí que, todos mis esfuerzos fueran dedicados a distinguirme. En realidad, de alguna manera, todos queremos ser diferentes a los demás. También les pasaba a los artistas. Mira a los Beatles, por ejemplo, George Harrison se fue a la India y se hizo budista y John Lennon se hacía fotos desnudo. O también David Bowie, que se teñía el pelo de rojo. Claro que estamos hablando de la década de los años sesenta y ahora, cincuenta años después, cada vez es más difícil separarse de la norma. Supongo que por eso cada vez somos más extravagantes. Lo curioso es que cada vez más gente pretende diferenciarse haciendo lo mismo, teniendo barba y tatuajes o siendo vegetariano y asambleario. Al final, todos somos iguales. No hay escapatoria para eso.
Cuando el tren se detuvo en la estación, me fijé en que ya había amanecido. Las nubes estaban petrificadas en el cielo y el sol las iluminaba desde abajo. El día comenzaba a nublarse. Probablemente llueva otra vez. Me subí de nuevo el cuello del abrigo y me adentré en la corriente de madrugadores que caminaban apresurados por la estación.
David Hidalgo Albaladejo
29 enero, 2017 a las 11:45 am
Muy bueno, ¡me encanta!