Era un momento como cualquier otro.
Brillaba el mismo sol de siempre,
el ruido de los coches sonaba de fondo,
también como siempre.
No había absolutamente nada especial
en ese instante:
el universo era exactamente igual.
Pero para mí era mágico.
Un coche, como cualquier otro, aparcando
frente a mi casa, como aparcaría cualquier otro.
Te había imaginado de miles de maneras,
te había soñado de otras tantas,
quizás serías alta, o con el pelo más moreno
quizás la voz más aguda o la piel menos clara.
Pero entonces, bajaste de ese coche,
como cualquiera se bajaría de un coche.
Y…
simplemente, tú.
Sin adjetivos, sin adverbios.
Sin ningún complemento, ni siquiera predicado.
No tenías sentido ni motivo,
pero ahí estabas.
Tan inevitablemente tú.
Eras una frase, escrita en gotas de lluvia.
Como un sueño que me había despertado
de la vida.
Y te miré.
Y durante ese instante, tan poco especial,
me sentí la persona más especial del mundo.
Y sentí a ese instante
como el más especial
de toda la historia, contada y por contar.
Lo que aún no sabía era que a partir
de ese instante, todos serían así de increíbles.